“¿Por qué me ayudas?”, le preguntó. “Porque puedo”, le respondió. Él le pidió una mano y ella le regaló las dos. Lo abrazó y le susurró al oído: “Al final, todo va a estar bien. Y si no lo está, entonces sabrás que no es el final”. La palabra “ayudar” proviene del latín adiutare, que significa “servir». Como verbo, “servir” es trabajar en beneficio de otra persona.
“Haz el bien sin mirar a quién”, nos repetía ella, casi como un mantra, quizás con la esperanza de que irradiando bondad indiscriminadamente algo de eso se nos impregnaría en la piel sin notarlo. Y así fue nomás que aprendimos a no mirar para el costado, a no esquivar el bulto, a comprometernos, “a dar lo que el otro necesita y no lo que nos sobra”.
“Y en una disputa entre terceros –nos decía- en la que uno es mucho más débil que el otro, mantenerte neutral es una manifestación de apoyo al más fuerte”. Frente a esto, el “no te metas” no es una opción para el biennacido. Porque no estamos solos, tenemos siempre que involucrarnos, aún a riesgo de salir heridos, de ser criticados o de terminar decepcionados.
Dar una mano, tender una mano, echar una mano… ayudar es DAR y cuando das, das en serio o no das nada. Porque un préstamo puede ser a veces un favor, pero un favor jamás es un préstamo. De hecho, “pagar un favor” es un oxímoron. Los favores no tienen precio, se hacen y se olvidan; los favores se regalan, sin letra chica, y nunca, pero nunca se cobran.
Porque eso de “una mano lava la otra” es cosa de mentes pequeñas, de espíritus pobres y de corazones vacíos. Metámonos, ayudemos, sembremos el mundo de favores y que de la cosecha cada cual tome únicamente lo que necesita, porque el resto a alguien le hará falta. Y cuando te pregunten: ¿Por qué me ayudas? Simplemente respondes: “Porque puedo”.
Guille Vélez