Parecen sordos. A veces nos escuchan, pero lo habitual es que solo nos oigan balbucear. Mal que nos pese su organismo se ha adaptado y desarrollaron una peculiar capacidad de apagar su cerebro a los sermones que heredamos de antaño, a los discursos que repetimos, a los incuestionables dictados sobre cómo ellos deben vivir hoy sus vidas a nuestra manera.
Contadas veces, en un gesto de compasión que los enaltece, durante algunos segundos nos prestan su atención o, al menos, queremos pensar que lo hacen. En verdad, agotados todos nuestros recursos, les robamos con violencia, a mano armada, su atención. Igual, nuestra proeza dura casi nada, hasta que ellos nos demandan devolverles lo que nos prestaron.
El problema es que equivocamos el sentido que pretendemos capturar en ellos. Porque no nos escuchan tanto como quisiéramos, pero nos miran mucho más de lo deseable. Nos miran como de reojo, por el espejo, para que se les note menos. Fingen estar distraídos o, peor aún, ocupados en otros menesteres más importantes. Pero mienten, nos están mirando.
Les digo más y no se asusten, no sólo nos miran, nos observan, que es casi lo mismo pero más grave, porque buscan los detalles, la letra chica. Y lo que intentamos en vano disimular queda en evidencia ante sus ojos que, enfocados en una pantalla, nos siguen mirando. Y ya no tenemos dónde escondernos a ser, al menos por un instante, un poco miserables.
A veces ni siquiera están cerca y aun así nos miran, pero no lo hacen con sus ojos sino que nos arrebatan los nuestros y se adueñan de una conciencia ajena para espiar cada paso que damos, cada mano que tendemos y cada abrazo que regalamos. Y entonces sabemos que ya nunca más podremos esquivar el bulto, tomar un atajo o mirar para otro lado.
Porque ellos, los sordos, nos miran. Nos miran por el espejo, convencidos de que nuestras acciones hablan tan alto y tan claro, que no les importa escuchar lo que les decimos.