EL LEGADO

Mal que nos pese -y aun si no nos importa-, en tres generaciones o con suerte en cuatro, nuestros descendientes directos, es decir los hijos de nuestros hijos o bien sus nietos, no recordarán nuestros nombres, tampoco serán capaces de reconocernos en una fotografía y, de hecho, sabrán poco y nada de nuestro paso por esta vida.

Yo no sé cuántas vidas he vivido, ni cuántas me quedan por vivir. Solo sé que en esta vida aprendí que la muerte de los muertos es el olvido, el olvido de sus vivos más queridos.

Y desde que entendí eso, me puse a recordar y así logré revivir a algunos de mis tatarabuelos, que nunca conocí, y aprendí que no tengo uno ni dos apellidos, sino treinta.

Una foto, un gesto, un acta de nacimiento, un certificado de bautismo, una partida de defunción, una anécdota o el relato de un familiar. Contámelo de nuevo por favor… otra vez, que los veo, los siento y así ya no los extraño tanto. Porque los recuerdo, porque no los olvido, porque es gracias a ellos, a todos ellos, que puedo escribir mi propia historia.

Porque hubo otros antes de nosotros, con los mismos sueños, con los mismos miedos. Porque hubo otros, muy parecidos a nosotros, que vivieron y murieron y en el medio nos parieron. Y aquí estamos, gracias a ellos. Y vendrán otros tantos después a terminar lo que dejemos a medio hacer y a empezar lo que no tengamos coraje de emprender.

Y tu legado estará en la honradez de tus actos, en la sinceridad de tus palabras, en el tamaño de tu corazón, en la calidez de tus abrazos y en la humildad de tus gestos. Un legado que podrán tomar sin permiso aquellos de tu sangre dispuestos no solo a atesorarlo, sino a cultivarlo y transmitirlo a sus hijos, a sus nietos y a todos los que aprendan a no olvidar.