Curando heridas

“Todo lo que se arrastra, se ensucia”… lo leí al pasar hace ya algún tiempo y, sin proponérmelo, esas palabras anónimas quedaron resonando dentro mío, vaya a saber por qué extraña razón. Quizás haya sido porque las heridas no pueden disimularse u ocultarse eternamente, debemos reconocerlas y curarlas, porque de lo contrario sólo se agravan.  

Algunos más, otros menos… todos las tenemos. Todos arrastramos charlas pendientes, explicaciones que no dimos a tiempo, secretos que no supimos guardar, respuestas que no encontramos, promesas que hicimos y no cumplimos, halagos merecidos que no tuvimos la humildad o la valentía de dar, regalos que compramos y jamás obsequiamos.

Todos arrastramos… poemas sin terminar, canciones sin dedicar, abrazos sin apretar, besos sin dar… y así, de tanta cosa a medio hacer vamos contagiando nuestro ser de reproches, de frustraciones, de enojos, de dudas y de penas que se agolpan en la garanta, se hacen nudo y nos enferman, mientras rogamos que algunas lágrimas piadosas nos traigan algo de alivio.

Hasta que un día, igual que todos los anteriores, pero muy diferente a los que vendrán después, sin motivo aparente, decimos basta y… caminamos esas cuadras eternas hasta su casa. O si está lejos, levantamos el teléfono decididos a terminar con esa charla o a explicar lo haga falta para exorcizar esa pesada carga que nos agobia, que nos aplasta y nos asfixia.

Ese bendito día despertamos dispuestos a cumplir con esa promesa, a decir las verdades que callamos, a perdonar y a tachar esos pendientes que nos persiguen. Entonces, esa noche, al conversar con la almohada, una sonrisa se dibuja en nuestros ojos, que descansan con la tranquilidad de quien pudo curar sus heridas a tiempo y no tiene deudas ni consigo mismo.

Guille Velez